La empatía es una capacidad finita, lo que exige
que haya de reservarse para sujetos susceptibles de la misma por proximidad o
propiedad: mi hijo, mi amigo, mi perro (éste no siempre)… Hay que seleccionar
quién entra y quién no lo hace. No caben todos.
Criar al toro supone tiempo y dinero, eso lo convierte
en objeto poseído. Y posesión implica libre disposición.
Entiendo la tauromaquia en su fondo y en su forma.
Y la interpretación pasional del conocimiento está siempre por encima de la
racionalidad científica o de consideraciones éticas esgrimidas por ignorantes
que opinan sobre lo que no comprenden.
El toro jamás ha manifestado que sufra durante la
lidia, ¿alguien le ha oído hacerlo?, pero sí nos transmite claramente su
inmenso orgullo y profundo placer por convertirse en actor principal de tan noble
ceremonia. Eso se siente, no hace falta escucharlo.
Cuando el acero escarba en su carne y se hunde
hasta la empuñadura en su cuerpo a mí no me duele.
No soy yo el que doblado sobre la arena se ahoga
entre vómitos con la sangre que le encharca los pulmones.
Desde el tendido no contemplo sus lágrimas ni
percibo sus estertores. La distancia con el toro consigue lo que la sección de
las cuerdas vocales en el caballo del picador: ausencia de estímulos
trasladando un padecimiento que por lo tanto puede ser puesto en duda.
Respetar el lenguaje es una obligación. La palabra
tradición significa lo que significa y su contenido semántico es inamovible,
prevaleciendo frente a estúpidos movimientos que esgrimen derechos de reciente
aparición.
Pinturas, obras literarias, composiciones
musicales… Muchas manifestaciones artísticas se inspiran en la tauromaquia y la
enaltecen. El poco probable y en todo caso breve tormento de un animal es algo
insignificante ante expresiones tan sublimes e imperecederas.
En una sociedad cada vez más infestada de eunucos,
los redaños del torero representan un paradigma de la virilidad y reciedumbre
que se están perdiendo irremediablemente.
El concepto libertad existe y si la mía entra en
conflicto con la de terceros, la tradición antes mentada es quien debe dirimir
la cuestión de cuál de ellas ha de imponerse.
Siendo en cualquier caso el toro una
criatura efímera, como todas, qué mejor que transformar su final en un
espectáculo grandioso y útil, generador a la vez de diversión y negocio.
Adelantar el momento y decidir la forma y el lugar es sólo algo circunstancial.
Para mí y para mis hijos escogería
sin duda una muerte como la de este animal antes que agonizar en una cama. Ya
que eso no es posible legalmente, que al menos me sea lícito transmitirles
tales valores para que se eduquen en ellos y así forjemos generaciones bragadas
y no mórbidas como algunos pusilánimes chalados pretenden.
Admitir la abolición de las corridas
sería tanto como legitimar el debate sobre otras acciones humanas que conllevan
la utilización de animales: caza, circos, peletería, experimentación,
alimentación, etc. ¿Queremos eso? Iniciativas similares en su esencia son las
que han permitido que cualquier inmigrante nos quite el trabajo o que las
mujeres sean algo más que esposas y madres.
Su Majestad El Rey Don Juan Carlos de
Borbón es un entusiasta taurino y una persona como él, ejemplo entre ejemplos
en razón de su rango y de su innegable superioridad cognitiva y conductual, no
puede equivocarse jamás.
Y ahora, que cualquier perroflauta se
atreva a intentar rebatir este magnífico y palmario compendio de motivos
culturales, sociológicos, materiales o espirituales para preservar y enaltecer
la tauromaquia, empleando en su mantenimiento y protección el dinero público
que sea menester, que al fin, digan lo que digan los del “Síndrome de Bambi”,
siempre nos quedará el Ministro Wert, prototipo de político erudito, sensible y
demócrata.
